15 enero 2007

El Diego

— ¡Maldito negro! Como se atrevió,
— Qué barbaridad, eso es una herejía—añade un viejo que sale del bar de la competencia—. Bien hecho, se lo merecía.
Entonces el vehículo se fue ruidosamente, a toda prisa para evitar más problemas. Las personas, lejos de arrepentirse, justificaban lo sucedido sin ningún cargo de conciencia.
— Se le merece—interviene un niño de ocho años que tiene un polo del Boca—. A él no me lo ofendés, él es santo.
— Claro nene, ofenderlo a él es como ofender a la viejita. Mucho peor.
— Pero se excedieron un poco.
La gente giró a ver al forastero, casi con odio, pero con extrañeza. ¿Por qué defiende al criminal?
— ¿En qué pensás vos?—el viejo le mostró un puño amenazador y se le acercó—. ¿Querés que te rompa la cara? ¿Por qué lo defendés?
— No lo defiendo, pero lo que hicieron no justifica lo sucedido—contesta el characato.
— Y decime, ¿si te mentan la madre, te ofendés?—interviene un joven mientras coge una botella vacía—. Lo que hizo ese negro es peor.
— Pero, no sé, debieron darle un golpe o dos, pero hacerlo eso… ¡no! Lo dejaron en shock—responde el characato con nerviosismo y temor.
— Vos lo estás defendiendo—dijo el niño.
— No, no. Ustedes no debieron obligarlo a hacer eso. Le hicieron besar esa imagen, eso es una humillación para cualquier brasilero. ¿No ven que puede quedar loco después de ese ataque nervioso?
— Ojo por ojo. Ese carioca ofendió al Diego, lo llamó vicioso—dijo una señora que amamantaba a su bebé.
— Son unos abusivos, ni que fuera tan bueno jugando fútbol. Sólo ganó un mundial—increpó el characato sin medir las consecuencias de sus palabras.
Entonces las personas del bar, a diferencia de lo que le hicieron al brasileño, cogieron al peruano y lo golpearon, no sólo con los puños.
— Mirá que defender a ese criminal.
— Sí, ese cholo es un imbécil.
— Tenés razón. El Diego es mucho mejor que ese negro del 70. No hay comparación.

El Vagabundo

Era errante y venía—según Doña Meche— de un lugar ajeno, la capital. Vestido con estropajos y andando misteriosamente con una mochila en la espalda, fue confundido con terruco. «No mi general, yo no», le decía a los soldados que lo detenían por llevar un símbolo en su mochila, una hoja verde bordada en un bolsillo. Pero como a todos, lo torturaron.
«No mi general, yo no», era lo único que escuchaba salir de su boca. Con su cabello sucio sin peinar y con su mirada perdida conseguía asustarnos a todos—salvo a los cachacos—, era un loco.

Cuando llegó se convirtió en el más temido en el pueblo, pero sin superar el miedo que generaban los militares y los senderistas. Ni el padre Leoncio se atrevía a botarlo de la plaza, que era donde dormía el vagabundo. Se cubría con unas mantas con símbolos extraños y se tiraba en una banca.
Pero después todo cambió, la curiosidad le ganó al temor. Muchos niños y algunos campesinos se acercaron a él para ver los collares que hacía. Eso le desagradaba al padre que decía: «Los hombres hacen adornitos para canalizar su maldad, sus pecados, su locura o simplemente porque son maricones».

En la fiesta patronal mataron al alcalde y dicen que el asesino fue el vagabundo. Nadie hizo nada para atraparlo, todos odiábamos al alcalde, incluso los militares. Pues era un cerdo, un abusivo que se aprovechaba de las jovencitas.
Pero yo sé que el asesino no fue el vagabundo. Fue el camarada Eduardo, le metió dos plomazos por orden de la camarada Meche, pues el alcalde nos iba a acusar.
También debimos eliminar al vagabundo. Si no fuera por ese loco de cabello largo los milicos no nos hubieran descubierto. Quizá la “revolución” haya triunfado, tal vez yo nunca hubiera abierto los ojos.

Tomaríamos el puesto de los cachacos. Éramos veinte senderistas armados y ellos cinco soldados emborrachados en el velorio. Sería fácil, yo tenía la pintura roja para la propaganda.
Cuando esperábamos la orden del camarada Justiniano, pasó el vagabundo gritando con un cigarro muy grueso en la mano: « ¡Desgraciados, asesinos! Terrucos y cachacos son la misma cochinada. ¡Váyanse malditos abusivos! ¡Son unos carniceros!». Fue suficiente, los militares reaccionaron y dispararon a todo lo que veían.
Huimos, las balas alcanzaron a algunos camaradas, pero no al loco ese. Nos refugiamos en el cerro, escuchamos balazos que seguro le cayeron a los campesinos. ¿Qué culpa tenían ellos?
Los nuevos integrantes no pudieron soportar y exigieron que bajemos a defender a los inocentes. Meche se negó pero ellos igual fueron. Seguramente murieron también.
Justiniano y Meche encontraron a un campesino que nos espiaba y lo mataron. Les reclamé pero ellos me insultaron y antes de irse al monte me llamaron traidor. Entonces comprendí que esta “revolución” era una farsa. Los senderistas y Gonzalo éramos igual que los militares, unos asesinos.

Confundido y alterado salí a buscar al vagabundo para matarlo. Lo hallé en la chingana tomando caña y murmurando palabras contra algo, quizá contra Dios o la patria.
— ¿Qué quieres terruco?—me dijo mientras yo tiraba mi pistola a la mesa.
— ¿Quién eres? ¿Por qué gritaste imbécil? ¿Ves lo que provocaste con tus cojudeces?
— Yo no provoqué nada. Y no me hables, eres un asesino. Tu gente, los cachacos, el gobierno. A nadie le importa que los serranos mueran como perros. Total son unos indios inservibles para ustedes. ¿Esto es revolución? Pucha mare, ustedes sólo friegan.

¿Qué podía hacer? Estaba confundido, y él tenía razón. Pero igual discutí y empecé a golpearlo.
Un portazo y después dos balazos. El vagabundo murió de un tiro en el cuello y yo de uno en la cabeza. No sé si fueron militares, quizá me disparó mi gente.